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4/12/12

El día que Barone escribió contra la re-reelección... pero de Menem Las tribulaciones de un proscripto


17 de enero 1999
QUIEN obtuvo el premio Nobel ya no vuelve a ganarlo. No se puede ser Miss Universo dos veces. No existe ningún santo que vuelva a ser santificado. La naturaleza le proscribe a la oruga que se hace mariposa volver a ser oruga. Así es la vida. Pregúnteseles a tantos a los que la insociabilidad del mercado echa a la intemperie. Hay demasiados proscriptos en el mundo como para andar ocupándonos de uno que tuvo el privilegio que la mayoría no obtiene. La potencia sexual, por ejemplo, cuya intensidad juvenil se diluye con el tiempo, afortunadamente preserva a la ancianidad de ser proscripta de los beneficios del PAMI. Sin entrar en detalles, en cualquiera de los actos civiles y públicos hay proscripciones. Es lógico que alguien que desea ser presidente deba cumplir ciertas condiciones. Aunque casi nadie podría aspirar a serlo si tiene capacidad de autocrítica; inusual actitud que permitiría a la sociedad no tener que escoger por descarte.


Menem duda acerca de si su inhabilitación constitucional no es acaso una proscripción, y él, el único argentino proscripto. Es el único y por sobradas razones. Porque únicamente él cumplió dos mandatos presidenciales consecutivos, honor que, paradójicamente, lo aparta de una probabilidad que tienen los que aún no han sido honrados. Su antecedente partidario, Perón, no fue un buen modelo de reincidencias. Obligó a la sociedad a pagar un alto precio por atarse a la seducción de su protagonismo, que nunca pudo compensar empíricamente la desmesura con que fue sublimado.

Menem está proscripto -si se insiste en esta calificación inadecuada-, como están proscriptos reglamentariamente de tantísimos honores y premios aquellos que ya los han recibido y deben aceptar que los sucedan nuevos premiados. La gula -penada por los preceptos cristianos y por la propia salud del que la padece- se clausura reduciendo la ingesta del glotón, apartándole de un manotón las fuentes de las que ha comido hasta hartarse y de las que se siente propietario. La angurria de poder es como la del chupete: hay que sacárselo al bebe antes de que empiece a tener vello en el pubis y por más que patalee.

Si hoy en el fútbol se está pensando que un campeonato mundial cada cuatro años obliga a esperar mucho tiempo, acaso ése sea el lapso en que debe acortarse la elección de un gobernante. Sobre todo si en su afán de no pasar inadvertido éste se obstina durante diez años en hacer notorios su persona y su vestuario y en saturar de teatralidad la vida cotidiana de los ciudadanos, que se desayunan y se van a dormir hartos del solista constante. Además de que sus amanuenses, gentilhombres, escuderos, recaderos y operadores desesperados, temiendo el reemplazo, lo alientan a no salirse del trono. La democracia debe empezar a inquietarse ante la infiltración de ese totalitarismo potencial que ella misma, generosa y libérrima, permite. Los peronistas deberían ser los primeros en reaccionar indignados, incluyendo a tantos precandidatos que dudan, como en el juego de la margarita, desconcertados por los ardides del jardinero que los distrae mientras ellos cuentan los pétalos. El peronismo es a la democracia como el rating a la televisión: tiene razón en el número, pero artísticamente se degrada.

Los movileros, que son la task force del periodismo, cada vez que un funcionario coquetea con la idea de la perpetuación del presidente deberían cerrar los micrófonos y dejarlo haciendo señas. En la pantalla un cartel advertiría al telespectador que no se trata de una avería de la señal sino de una avería constitucional del dicente. Aunque la cantilena del péndulo tiene todavía crédulos que la cantan moviendo la cabeza hipnotizados viendo cómo oscila.

Quien juramentó ante la sociedad y ante la patria resignarse a la veda que justificadamente lo aparta, y que ahora se lamenta por tener que respetarla alegando haber sido victimizado, se traiciona a sí mismo y a sus gobernados. Resulta incomprensible -un modesto diagnóstico psicológico lo llamaría impulso autodestructivo- que un presidente que todavía podría esperar el beneficio de la historia, se tiente de detenerla. Nadie teme a que el Presidente sea candidato. Lo peor ya lo padecen quienes lo padecen, y lo mejor ya ha sido repartido a sus destinatarios. El temor, en todo caso, es el riesgo de que una parte del electorado podría resultar empujada a ser cómplice; sea por la inercia de un partido, por su desideologizado populismo o por respetables emociones. Sea por la adhesión que gana un individuo favorecido por la larga catequesis en la sociedad que controla. Para no hablar de las caravanas de los camiones y colectivos que podrían cargarse con simpatizantes que reclamaran un plebiscito popular para habilitar una nueva reelección, y tratar de torcer la ley con la incitada espontaneidad de la masa.

Cuando las normas democráticas ponen reparos a la continuada presencia de un solo protagonista en el poder, lo hacen atentas al peligro que tal prolongación entraña. Distinta de las dictaduras, la democracia pone sus topes. Le resulta mejor al ciudadano abstenerse de reelegir al gobernante que probara seguir siendo el mejor de todos, que afrontar el delirio de que éste se lo crea y presuma ante sus gobernados de haberlos hecho felices. Ilusión ésta que siempre cunde por error entre los más desdichados. Hubo una etapa en la que Aristóteles, perseguido y evocando el final de Sócrates, decía, autoproscribiéndose, que "no quería darles a los atenienses la ocasión de pecar por segunda vez contra la filosofía".

El presidente debería hacer suya esta proclama cambiando atenienses por votantes y filosofía por democracia.

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